miércoles, 28 de noviembre de 2012

INFORMACIÓN SOBRE DIVERSIONES EN NUEVA ESPAÑA. INFORMACIÓN PARA EL PROYECTO FINAL DEL BLOQUE II. (CATÁLOGO)

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En el ámbito de los juegos de destreza y acrobacia, los indígenas contribuyeron con una serie de habilidades y formas propias, que enriquecieron el ambiente de la fiesta novohispana. Numerosos cronistas mencionaron algunas de las diversas formas de prestidigitación y acrobacia además de titiriteros, ilusionistas y "zaharrones" o "chocarreros" de que hicieron gala los indígenas desde la época prehispánica. Joseph de Acosta enumeró algunas de ellas: Ilustraciones en programas de mano del Fondo Armando de Maria y Campos. Cortesía del Centro de Estudios de Historia de México Condumex. En ninguna parte hubo tanta curiosidad de juegos y bailes como en la Nueva España, donde hoy día se ven indios volteadores, que admiran, sobre una cuerda; y otros sobre un palo alto derecho, puestos de pies, y con las corvas, menean y echan en alto, y revuelven un tronco pesadísimo, que no parece ser cosa creíble, si no es viéndolo; hacen otros mil pruebas de gran sutileza, en trepar, saltar, voltear, llevar grandísimo peso, sufrir golpes que bastan a quebrantar hierro, de todo lo cual se ven pruebas harto donosas. Hacia 1529, Hernán Cortés había llevado un grupo de indígenas, que ejecutaron el juego del palo ante Carlos V y después fueron enviados a Roma. Ahí su destreza causó admiración en la corte papal, y el artista alemán Christoph Weiditz realizó un grabado. Durante la época virreinal, este juego mantuvo una gran popularidad y, practicado con frecuencia por indios itinerantes, se integró a las variadas manifestaciones lúdicas que, durante siglos, animaron las plazas y calles de la Nueva España. Hacia la primera mitad del siglo XVI, ya se hablaba en la Nueva España de farsantes y diversos artistas ambulantes, a los cuales el gobierno, al otorgarles licencia para ejercer sus habilidades, les cobraba una "pinción", que se destinaba a hospicios, hospitales y otras obras pías. En los primeros años del siglo XVII, los virreyes Conde de Monterrey y Marqués de Montesclaros, ratificados por la Corona, concedieron al Hospital Real de Naturales el usufructo del Corral de Comedias construido en su claustro principal. Llamado más tarde Coliseo de México, constituyó el centro alrededor del cual giraba la vida teatral de la capital y donde floreció el teatro dramático y musical de carácter "oficial". Al lado —más bien en la periferia— de ese teatro se desarrolló en la Nueva España un colorido y pintoresco mundo: el de los grupos itinerantes y los artistas callejeros. Entre los primeros se distinguían las "compañías de la legua" o "volantes", que podían ser dramáticas, de títeres o de las que, integradas por acróbatas, mimos, músicos y bailarines, se conocían como "Maromas y volatines". En el fondo de la escala se encontraban los merolicos, los que se ganaban la vida mostrando animales amaestrados y los fenómenos, mientras que, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, proliferaron los charlatanes y los que exhibían aparatos "científicos", juegos de luces y nuevas tecnologías. Todos eran ambulantes y sus principales fuentes de trabajo eran las ferias y fiestas públicas y las corridas de toros, a las cuales estuvieron ligados, hasta bien entrado el siglo XIX, los grupos de maromeros. Todos eran capaces de desarrollar sus espectáculos ya fuera en teatros o mercados, en calles y plazas, en patios de conventos y mesones o en la esquina que mejor les acomodase. Los mejores tenían la oportunidad de presentarse durante las más importantes fiesta públicas, como sucedió en 1604 con el maromero Juan López Montalbán. Aunque para ellos no parece haberse promulgado una reglamentación especial, estaban más estrechamente controlados que en España. A menos que tuvieran un permiso especial y compartieran sus ganancias con el Hospital Real de Naturales, tenían prohibido presentarse en un radio de cinco leguas alrededor de la capital, y todos, hasta los más humildes artistas callejeros, necesitaban de una licencia concedida por el Virrey para ejercer sus habilidades. Debían presentarse ante las autoridades del lugar al que llegaran, y obtener de ellas una carta de buena conducta antes de salir. Por otra parte, aunque, en teoría, la licencia firmada por el Virrey debía servirles como protección contra los abusos de las autoridades civiles o eclesiásticas locales, en la práctica muchos artistas se encontraron indefensos ante ellas. Numerosos grupos de este tipo recorrieron sin cesar la Nueva España. Por lo general, se formaban en la ciudad de México y de allí se dirigían hacia sus diversos destinos. Algunos cubrían el circuito México-Puebla, pero otros viajaban hacia el norte y el occidente, por las prósperas regiones mineras de Guanajuato y Zacatecas y por Guadalajara hacia Reino de Nueva Vizcaya. Otras iban hacia el sur, hasta Guatemala y América Central. A lomo de mula o en carretas, viajaban sin cesar, tratando de llegar a tiempo a las fiestas titulares o a las ferias de los pueblos. Su precaria economía se nutría de las monedas que gracias a la buena voluntad del público se reunían y, a veces, trabajaban por la comida del día o por un lugar donde dormir. Procedentes por lo general de las castas y clases más humildes, la actividad de los artistas itinerantes y callejeros fue constantemente vigilada y controlada por la autoridad civil, y condenada y muy a menudo perseguida por las autoridades eclesiásticas: Iglesia e Inquisición. UN MAROMERO ASEDIADO APELA AL VIRREY EN 1673 Entre los numerosos documentos que se conservan, resulta sorprendente constatar el grado de atención que muchos virreyes concedían a los espectáculos callejeros, ya fuera para reglamentarlos o prohibirlos pero con frecuencia también para apoyar a los artistas en forma por demás democrática. De ello da fe una cédula expedida por el Virrey Marqués de Mancera, a nombre del Rey, el 7 de febrero de 1673, para auxiliar a un maromero, el cual —con toda seguridad analfabeta pero por medio de un escribano— le había escrito así: Excelentísimo Señor: Yo, Francisco de Yrrasábal, maromero, digo que, para poder irme a diferentes partes de esta Nueva España a jugar la maroma como lo he hecho en esta ciudad, y porque los Alcaldes Mayores y demás Justicias, con diferentes pretextos me lo impiden, y algunas de las dichas Justicias quieren compelerme a que en sus casas la juegue, se me sigue notable perjuicio e incomodidad. Y para que esto se remedie, a Vuestra Excelencia pido y suplico se sirva de mandar se me despache mandamiento para que los Alcaldes Mayores, y demás Justicias, me dejen usar libremente mi oficio sin poner embarazo ni impedimento alguno, ni me compelan a que la juegue en sus casas contra mi voluntad, y que para ello se les impongan penas, en lo que recibiré merced de la grandeza de Vuestra Excelencia. Después de consultar el caso con un Oidor de la Real Audiencia, el Virrey respondió, protegiendo al humilde maromero contra la arbitrariedad y la corrupción: ...mando a todos los Alcaldes Mayores, Corregidores y demás Justicias de la gobernación de este reino, dejen usar libremente su oficio de maromero al dicho Francisco de Yrrasábal, sin ponerle embarazo ni impedimento alguno, ni le compelan a que juegue la maroma en sus casas, contra su voluntad. Fecho en México a diez y siete de febrero de mil seiscientos y setenta y tres años. El Marqués de Mancera. UN EPISODIO DE LA CENSURA A LOS TÍTERES EN EL MÉXICO DE 1715 Los espectáculos de títeres se encuentran entre los primeros que se presentaron en la Nueva España; su actividad se menciona ya desde 1524, y durante los tres siglos virreinales tuvieron un amplio campo de desarrollo. Los grupos que presentaban títeres o marionetas eran por lo general itinerantes y recorrían constantemente las ciudades y pueblos del virreinato. Actuaban en ferias y mercados, patios de mesones, casas particulares, plazas y calles; en general, en cualquier parte donde pudieran montar su teatrito, al que también se le llamaba "Máquina Real". Algunos grupos alternaban las llamadas "comedias de muñecos" con "comedias de personas" y presentaban pantomimas y comedias profanas o con temas religiosos. Con estas últimas, y con "retablos" y "nacimientos" se insertaban en las fiestas religiosas de las ciudades y pueblos que visitaban. En la Ciudad de México las condiciones eran muy difíciles, pues tenían que vérselas con los administradores del Hospital Real de Naturales, que gozaba del monopolio de los espectáculos en la capital. A las mejores compañías de títeres o de "Maromas y Volatines" se les permitía presentarse en el Coliseo durante la Cuaresma, cuando la compañía regular se encontraba inactiva, pero a las demás se les prohibía actuar dentro de la capital, pues se temía que sus espectáculos quitasen público al Coliseo. Por otra parte, cuando se les concedía licencia para presentarse en los barrios alejados del centro de la ciudad, los artistas callejeros debían entregar al Hospital una parte de sus ganancias. En 1702, el administrador denunció a un maromero que se encontraba "volteando en diferentes partes de esta ciudad" sin notificar al Hospital. Alegaba que "por reales disposiciones y antigua y continuada costumbre", los que practicaban esta clase de "juegos públicos" debían entregar un tercio de sus entradas totales, más lo que se colectara en las bancas, que el Hospital enviaba al lugar donde se efectuaban las presentaciones, ya que en esa época se pagaba dos veces: una al ingresar al teatro o local de representación y una más al tomar asiento. Esta difícil situación, que prevaleció durante casi todo el siglo XVIII, fue aliviada en 1794 por el Virrey Conde de Revillagigedo quien comprendió que, para gran parte del pueblo que no podía pagarse una entrada al Coliseo, los espectáculos callejeros constituían su única diversión. El 16 de abril de dicho año, ordenó al administrador del Hospital que no se suprimiesen las licencias a los espectáculos callejeros dentro de la ciudad de México"en consideración a que la Gente que concurre a esta especie de recreación no es por lo común de la que frequenta el Teatro, y por consiguiente no puede disminuir sus productos...". Los espectáculos de títeres, o "Máquina Real", podían efectuarse también a domicilio. En 1705, un herrero español, llamado Tomás, ofreció una fiesta con motivo del día de San Nicolás Tolentino, durante la cual "un mestizo" ejecutó actos de prestidigitación o "juego de manos" y "luego jugó títeres" delante de una sábana, sobre una mesa cubierta con un mantel. Un testigo declaró que dicho titiritero "los anda jugando vulgarmente en las casas". Numerosos documentos muestran que en todas las clases sociales se acostumbraba incluir espectáculos en las fiestas particulares, ya fueran con profesionales —si podían pagarlos—, o con entremeses, coloquios y otros "juguetes" actuados por los dueños de la casa y sus vecinos y amigos. También los aristócratas, y hasta los mismos virreyes, lo hacían. En 1715, el titiritero Gabriel Ángel Carrillo, al solicitar licencia al Virrey Duque de Linares, le recordó que ya habían actuado ante él: Digo, que para poder alimentarme y a mi mujer e hijos, he ocupándome en el ejercicio de la Máquina Real de comedias de muñecos, ocupación honesta como es notorio a Vuestra Excelencia, que ha gustado de ella...

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